La derrota ante Uruguay fue de cierta forma el estímulo necesario para afrontar el compromiso de hoy con gran convicción. Era imperioso restituir la confianza del equipo, luego de una dura semana de conjeturas acerca de la estrepitosa caída en el debut de segunda ronda.
Se podría decir que Chile era la manzana a comer para restablecernos, como si fuese aquel fruto dorado de las Crónicas de Narnia. Lograr el triunfo era respirar en medio de tan asfixiante atmósfera. Los números agobiaban, los cálculos no ofrecían posibilidades; Estados Unidos seguía en el calendario y Chile asomaba como un león desencadenado.
Es decir, si el país de la estrella solitaria doblegó al cuadro norteamericano sin recurrir a su entusiasmo, ¿qué opciones había de que perdiese el paso ante el dolido Perú?
Fue un partido vibrante, de inicio a fin. Un cotejo dominado casi los cuarenta y ocho minutos por el combinado patrio. Hubo un momento del encuentro en el que Chile consiguió invertir los papeles, adelantándose en el marcador. Sucedió casi en las postrimerías del tercer cuarto. Afortunadamente, Perú se recuperó y cerró ese tiempo con un punto a favor (61 a 60).
Pienso que ese minuto fue determinante. No quiero imaginar qué habría pasado si llegábamos al último cuarto con marcador desfavorable. La ventaja de estar arriba era que podíamos jugar con el nerviosismo del oponente. Una imprecisión de Perú era una oportunidad chilena para emparejar la cuenta, en tanto una ocasión desperdiciada por los sureños podía tornarse en una mayor ventaja peruana.
Un resultado soñado. Con esto reafirmamos nuestra superioridad ante Chile en compromisos oficiales. Quizás nuestro hermanos del Sur tengan a disposición una plantilla envidiable, pero nosotros agrupamos una esperanza imperecedera.
Nuestra eterna blanquirroja.